lunes, 27 de agosto de 2007

Anacleto Morones

¡Viejas, hijas del demonio! Las vi venir a todas juntas, en procesión. Vestidas de negro, sudando como mulas bajo el mero rayo del sol. Las vi desde lejos como si fuera una recua levantando polvo. Su cara ya ceniza de polvo. Negras todas ellas. Venían por el camino de Amula, cantando entre rezos, entre el calor, con sus negros escapularios grandotes y renegridos, sobre los que caía en goterones el sudor de su cara.
Las vi llegar y me escondí. Sabía lo que andaban haciendo y a quién buscaban. Por eso me di prisa a esconderme hasta el fondo del corral, coriendo ya con los pantalones en la mano.
Pero ellas entraron y dieron conmigo. Dijeron: “¡Ave María Purísima!”
Yo estaba acuclillado en una piedra, sin hacer nada, solamente sentado allí con los pantalones caídos, para que ellas me vieran así y no se me arrimaran. Pero sólo dijeron: “¡Ave María Purísima!” Y se fueron acercando más.
¡Viejas indinas! ¡Les debería dar vergüenza! Se persignaron y se arrimaron hasta ponerse junto a mi, todas juntas, apretadas como en manojo, chorreando sudor y con los pelos untados a la cara como si les hubiera lloviznado.
—Te venimos a ver a ti, Lucas Lucatero. Desde Amula venimos, sólo por verte. Aquí cerquita nos dijeron que estabas en tu casa; pero no nos figuramos que estabas tan adentro; no en este lugar ni en estos menesteres. Creímos que habías entrado a darle de comer a las gallinas, por eso nos metimos.Venimos a verte.
¡Esas viejas! ¡Viejas y feas como pasmadas de burro!
—¡Dígame qué quieren! —les dije, mientras me fajaba los pantalones y ellas se tapaban los ojos para no ver.
—Traemos un encargo. Te hemos buscado en Santo Santiago y en Santa Inés, pero nos informaron que ya no vivías allí, que te habías mudado a este rancho. Y acá venimos. Somos de Amula.
Yo ya sabía de dónde eran y quiénes eran; podía hasta haberles recitado sus nombres, pero me hice el desentendido.
—Pues si Lucas Lucatero, al fin te hemos encontrado, gracias a Dios.
Las convidé al corredor y les saqué unas sillas para que se sentaran. Les pregunte que Si tenían hambre o que si querían aunque fuera un jarro de agua para remojarse la lengua.
Ellas se sentaron, secándose el sudor con escapularios.
—No, gracias —dijeron—. No venimos a darte molestias. Te traemos un encargo. ¿Tu me conoces, verdad, Lucas Lucatero? —me preguntó una de ellas.
—Algo—le dije — Me parece haberte visto en alguna parte. ¿No eres, por casualidad, Pancha Fregoso, la que se dejó robar por Homobono Ramos?
—Soy, si, pero no me robó nadie. esas fueron puras maledicencias. Nos perdimos los dos buscando garambullos. Soy congregante y yo no hubiera permitido de ningún modo...
—¿Qué, Pancha?
—¡Ah!, cómo eres mal pensado, Lucas. Todavía no se te quita lo de andar criticando gente. Pero, ya que me conoces, quiero agarrar la palabra para comunicarte a lo que venimos.
—¿ No quieren ni siquiera un jarro de agua? —les volví a preguntar.
—No te molestes. Pero ya que nos ruegas tanto, no te vamos a desairar.
Les traje una jarra de agua de arrayán y se la bebieron. Luego les traje otra y se la volvieron a beber. Entonces les arrimé un cántaro con agua del río. Lo dejaron allí, pendiente, para dentro de un rato, porque, según ellas, les iba a entrar mucha sed cuando comenzara a hacerles la digestión.
Diez mujeres, sentadas en hilera, con sus negros vestidos puercos de tierra. Las hijas de Ponciano, de Emiliano, de Crescenciano, de Toribio el de la taberna y de Anastasio el peluquero.
¡Viejas carambas! Ni una siquiera pasadera. Todas caídas por los cincuenta. Marchitas como floripondios engarruñados y secos. Ni de dónde escoger.
—¿Y qué buscan por aquí?
—Venimos a verte.
—Ya me vieron. Estoy bien. Por mí no se preocupen.
—Te has venido muy lejos. A este lugar escondido. Sin domicilio ni quien dé razón de ti. Nos ha costado trabajo dar contigo después de mucho inquirir.
—No me escondo. Aquí vivo a gusto, sin la moledera de la gente. ¿Y qué misión traen, si se puede saber? —les pregunté.
—Pues se trata de esto... Pero no te vayas a molestar en darnos de comer. Ya comimos en casa de la Torcacita. Allí nos dieron a todas. Así que ponte en juicio. Siéntate aquí enfrente de nosotras para verte y para que nos oigas.
Yo no me podía estar en paz. Quería ir otra vez al corral. Oía el cacareo de las gallinas y me daban ganas de ir a recoger los huevos antes que se los comieran los conejos.
—Voy por los huevos —les dije.
—De verdad que ya comimos. No te molestes por nosotras.
—Tengo allí dos conejos sueltos que se comen los huevos. Orita regreso.
Y me fui al corral.
Tenía pensado no regresar. Salirme por la puerta que daba al cerro y dejar plantada a aquella sarta de viejas canijas.
Le eché una miradita al montón de piedras que tenía arrinconado en una esquina y le vi la figura de una sepultura. Entonces me puse a desparramarlas, tirándolas por todas partes, haciendo un reguero aquí y otro allá. Eran piedras de río, boludas, y las podía aventar lejos. ­¡Viejas de los mil judas ! Me habían puesto a trabajar. No sé por qué se les antojó venir.
Dejé la tarea y regresé. Les regalé los huevos.
¿Mataste los conejos? Te vimos aventarles de pedradas. Guardaremos los huevos para dentro de un rato. No debías haberte molestado.
—Allí en el seno se pueden empollar, mejor déjenlos afuera.
—¡Ah, cómo serás!, Lucas Lucatero. No se te quita lo hablantín. Ni que estuviéramos tan calientes.
—De eso no sé nada. Pero de por sí está haciendo calor acá afuera
Lo que yo quería era darles largas. Encaminarlas por otro rumbo, mientras buscaba la manera de echarlas fuera de mi casa y que no les quedaran ganas de volver. Pero no se me ocurría nada.
Sabía que me andaban buscando desde enero, poquito después de la desaparición de Anacleto Morones. No faltó alguien que me avisara que las viejas de la Congregación de Amula andaban tras de mí. Eran las únicas que podían tener algún interes en Anacleto Morones. Y ahora allí las tenía.
Podía seguir haciéndoles plática o granjeándomelas de algún modo hasta que se les hiciera de noche y tuvieran que largarse. No se hubieran arriesgado a pasarla en mi casa.
Porque hubo un rato en que se trató de eso: cuando la hija de Ponciano dijo que querían acabar pronto su asunto para volver temprano a Amula. Fue cuando yo les hice ver que por eso no se preocuparan, que aunque fuera en el suelo había allí lugar y petates de sobra para todas. Todas dijeron que eso sí no, porque qué iría a decir la gente cuando se enteraran de que habían pasado la noche solitas en mi casa y conmigo allí dentro. Eso sí que no.
La cosa, pues, estaba en hacerles larga la plática,hasta que se les hiciera de noche, quitándoles la idea que les bullía en la cabeza. Le pregunté a una de ellas:
—¿Y tu marido qué dice?
—Yo no tengo marido, Lucas. ¿No te acuerdas que fui tu novia? Te esperé y te esperé y me quedé esperando. Luego supe que te habías casado. Ya a esas alturas nadie me quería.
—¿Y luego yo? Lo que pasó fue que se me atravesaron otros pendientes que me tuvieron muy ocupado; pero todavía es tiempo.
—Pero si eres casado, Lucas, y nada menos que con la hija del Santo Niño. ¿Para qué me alborotas otra vez? Yo ya hasta me olvidé de ti.
—Pero yo no. ¿Cómo dices que te llamabas?
—Nieves... Me sigo llamando Nieves. Nieves García. Y no me hagas llorar, Lucas Lucatero. Nada más de acordarme de tus melosas promesas me da coraje.
—Nieves... Nieves. Cómo no me voy a acordar de ti. Si eres de lo que no se olvida... Eras suavecita. Me acuerdo. Te siento todavía aquí en mis brazos. Suavecita. Blanda. El olor del vestido con que salías a verme olía a alcanfor. Y te arrejuntabas mucho conmigo. Te repegabas tanto que casi te sentía metida en mis huesos. Me acuerdo.
—No sigas diciendo cosas, Lucas. Ayer me confesé y tú me estás despertando malos pensamientos y me estás echando el pecado encima.
—Me acuerdo que te besaba en las corvas. Y que tú decías que allí no, porque sentías cosquillas. ¿Todavía tienes hoyuelos en la corva de las piernas?
—Mejor cállate, Lucas Lucatero. Dios no te perdornará lo que hiciste conmigo. Lo pagarás caro.
—¿Hice algo malo contigo? ¿Te traté acaso mal?
—Lo tuve que tirar. Y no me hagas decir eso aquí delante de la gente. Pero para que te lo sepas lo tuve que tirar. Era una cosa así como un pedazo de cecina. ¿Y para qué lo iba a querer yo, si su padre no era más que un vaquetón?
—¿Conque eso pasó? No lo sabía. ¿No quieren otra poquita de agua de arrayán? No me tardaré nada en hacerla. Espérenme nomás.
Y me fui otra vez al corral a cortar arrayanes.Y allí me entretuve lo más que pude, mientras se le bajaba el mal humor a la mujer aquella. Cuando regresé ya se había ido.
—¿Se fue?
—Si, se fue. La hiciste llorar.
—Sólo quería platicar con ella nomás por pasar el rato. ¿Se han fijado cómo tarda en llover? allá en Amula ya debe haber llovido, ¿no?
—Si, anteayer cayó un aguacero.
—No cabe duda de que aquel es un buen sitio. Llueve bien y se vive bien. A fe que aquí ni las nubes se aparecen. ¿Todavía es Rogaciano el presidente municipal?
—Si, todavía.
—Buen hombre ese Rogaciano.
—No. Es un maldoso.
—Puede que tengan razón. ¿Y qué me cuentan de Edelmiro, todavía tiene cerrada su botica?
—Edelmiro murió. Hizo bien en morirse, aunque me está mal el decirlo; pero era otro maldoso. Fue de los que le echaron infamias al Niño Anacleto. Lo acusó de abusionero y de brujo y engañabobos. De todo eso anduvo hablando en todas partes. Pero la gente no le hizo caso y Dios lo castigó. Se murió de rabia como los huitacoches.
—Esperemos en Dios que esté en el infierno.
—Y que no se cansen los diablos de echarle leña.
—Lo mismo que a Lirio López, el juez, que se puso de su parte y mandó al Santo Niño a la cárcel.
Ahora eran ellas las que hablaban. Las deje decir todo lo que quisieran. Mientras no se metieran conmigo, todo iría bien. Pero de repente se les ocurrió preguntarme:
—¿Quieres ir con nosotras?
—¿A dónde?
—A Amula. Por eso venimos. Para llevarte.
Por un rato me dieron ganas de volver al corral.Salirme por la puerta que da al cerro y desaparecer.¡Viejas infelices!
—¿Y qué diantres Voy a hacer yo a Amula?
—Queremos que nos acompañes en nuestros ruegos. Hemos abierto, todas las congregantes del Niño Anacleto, un novenario de rogaciones para pedir que nos lo canonicen. Tú eres su yerno y te necesitamos para que sirvas de testimonio. El señor cura nos encomendó le lleváramos a alguien que lo hubiera tratado de cerca y conocido de tiempo atrás, antes que se hiciera famoso por sus milagros. Y quién mejor que tú, que viviste a su lado y puedes señalar mejor que ninguno las obras de misericordia que hizo. Por eso te necesitamos, para que nos acompañes en esta campaña.
¡Viejas carambas! Haberlo dicho antes.
—No puedo ir —les dije —. No tengo quien me cuide la casa.
—Aquí se van a quedar dos muchachas para eso,lo hemos prevenido. Además está tu mujer.
—Ya no tengo mujer.
—¿Luego la tuya? ¿La hija del Niño Anacleto?
—Ya se me fue. La corrí.
—Pero eso no puede ser. Lucas Lucatero. La pobrecita debe andar sufriendo. Con lo buena que era. Y lo jovencita. Y lo bonita. ¿Para dónde la mandaste, Lucas? Nos conformamos con que siquiera la hayas metido en el convento de las Arrepentidas.
—No la metí en ninguna parte. La corrí. Y estoy seguro de que no está con las Arrepentidas; le gustaban mucho la bulla y el relajo. Debe de andar por esos rumbos, desfajando pantalones.
—No te creemos, Lucas, ni así tantito te creemos. A lo mejor está aquí, encerrada en algún cuarto de esta casa rezando sus oraciones. Tú siempre fuiste muy mentiroso y hasta levantafalsos. Acuérdate,Lucas, de las pobres hijas de Hermelindo, que hasta se tuvieron que ir para El Grullo porque la gente les chiflaba la canción de “Las güilotas” cada vez que se asomaban a la calle, y sólo porque tú inventaste chismes. No se te puede creer nada a ti, Lucas Lucatero.
—Entonces sale sobrando que yo vaya a Amula.
—Te confiesas primero y todo queda arreglado. ¿Desde cuándo no te confiesas?
—¡Uh!, desde hace como quince años. Desde que me iban a fusilar los cristeros. Me pusieron una carabina en la espalda y me hincaron delante del cura y dije allí hasta lo que no había hecho. Entonces me confesé hasta por adelantado.
—Si no estuviera de por medio que eres el yerno del Santo Niño, no te vendríamos a buscar, contimás te pediriamos nada. Siempre has sido muy diablo, Lucas Lucatero.
—Por algo fui ayudante de Anacleto Morones.Él sí que era el vivo demonio.
—No blasfemes.
—Es que ustedes no lo conocieron.
—Lo conocimos como santo.
—Pero no como santero.
—¿Qué cosas dices, Lucas?
—Eso ustedes no lo saben; pero él antes vendía santos. En las ferias. En la puerta de las iglesias. Y yo le cargaba el tambache. Por allí íbamos los dos, uno detrás de otro, de pueblo en pueblo. El por delante y yo cargándole el tambache con las novenas de San Pantaleón, de San Ambrosio y de San Pascual, que pesaban cuando menos tres arrobas.
“Un día encontramos a unos peregrinos. Anacleto estaba arrodillado encima de un hormiguero, enseñándome cómo mordiéndose la lengua no pican las hormigas. Entonces pasaron los peregrinos. Lo vieron. Se pararon a ver la curiosidad aquella. Preguntaron: ‘¿Cómo puedes estar encima del hormiguero sin que te piquen las hormigas?’
“Entonces él puso los brazos en cruz y comenzó a decir que acababa de llegar de Roma, de donde traía un mensaje y era portador de una astilla de la Santa Cruz donde Cristo fue crucificado.
“Ellos lo levantaron de allí en sus brazos. Lo llevaron en andas hasta Amula. Y allí fue el acabóse; la gente se postraba frente a él y le pedía milagros.
“Ese fue el comienzo. Y yo nomás me vivía con la boca abierta, mirándolo engatusar al montón de peregrinos que iban a verlo.”
—Eres puro hablador y de sobra hasta blasfemo. ¿Quién eras tú antes de conocerlo? Un arreapuercos. Y él te hizo rico. Te dio lo que tienes. Y ni por eso te acomides a hablar bien de él. Desagradecido.
—Hasta eso, le agradezco que me haya matado el hambre, pero eso no quita que él fuera el vivo diablo. Lo sigue siendo, en cualquier lugar donde esté.
—Está en el cielo. Entre los ángeles. Allí es donde está, más que te pese.
—Yo sabía que estaba en la cárcel.
—Eso fue hace mucho. De allí se fugó. Desapareció sin dejar rastro. Ahora está en el cielo en cuerpo y alma presentes. Y desde allá nos bendice. Muchachas, ¡arrodíllense! Recemos el “Penitentes somos, Señor” para que el Santo Niño interceda por nosotras.
Y aquellas viejas se arrodillaron, besando a cada padrenuestro el escapulario donde estaba bordado el retrato de Anacleto Morones.
Eran las tres de la tarde.
Aproveché ese ratito para meterme en la cocina y comerme unos tacos de frijoles. Cuando salí ya sólo quedaban cinco mujeres.
—¿Qué se hicieron las otras? —les pregunté.
Y la Pancha, moviendo los cuatro pelos que tenía en sus bigotes, me dijo:
—Se fueron. No quieren tener tratos contigo.
—Mejor. Entre menos burros más olotes. ¿Quieren más agua de arrayán?
Una de ellas, la Filomena que se había estado callada todo el rato y que por mal nombre le decían la Muerta, se culimpinó encima de una de mis macetas y, metiéndose el dedo en la boca, echó fuera toda el agua de arrayán que se había tragado, revuelta con pedazos de chicharrón y granos de huamúchiles.
—Yo no quiero ni tu agua de arrayán, blasfemo. Nada quiero de ti.
Y puso sobre la silla el huevo que yo le había regalado:
—¡Ni tus huevos quiero! Mejor me voy.
Ahora sólo quedaban cuatro.
—A mí también me dan ganas de vomitar —me dijo la Pancha—. Pero me las aguanto. Te tenemos que llevar a Amula a como dé lugar. Eres el único que puede dar fe de la santidad del Santo Niño. El te ha de ablandar el alma. Ya hemos puesto su imagen en la iglesia y no sería justo echarlo a la calle por tu culpa.
—Busquen a otro. Yo no quiero tener vela en este entierro.
—Tú fuiste casi su hijo. Heredaste el fruto de su santidad. En ti puso él sus ojos para perpetuarse. Te dio a su hija.
—Sí, pero me la dio ya perpetuada.
—Válgame Dios, qué cosas dices, Lucas Lucatero
—Así fue, me la dio cargada como de cuatro meses cuando menos.
—Pero olía a santidad.
—Olía a pura pestilencia. Le dio por enseñarles la barriga a cuantos se le paraban enfrente, sólo para que vieran que era de carne. Les enseñaba su panza crecida, amoratada por la hinchazón del hijo que llevaba dentro. Y ellos se reían. Les hacía gracia. Era una sinvergüenza. Eso era la hija de Anacleto Morones.
—Impío. No está en ti decir esas cosas. Te vamos a regalar un escapulario para que eches fuera al demonio.
—... Se fue con uno de ellos. Que dizque la quería. Sólo le dijo: “Yo me arriesgo a ser el padre de tu hijo”.Y se fue con él.
—Era fruto del Santo Niño. Una niña. Y tú la conseguiste regalada. Tú fuiste el dueño de esa riqueza nacida de la santidad.
—¡Monsergas!
—¿Qué dices?
—Adentro de la hija de Anacleto Morones estaba el hijo de Anacleto Morones.
—Eso tú lo inventaste para achacarle cosas malas. Siempre has sido un invencionista.
—¿Sí? Y qué me dicen de las demás. Dejó sin virgenes esta parte del mundo, valido de que siempre estaba pidiendo que le velara sueño una doncella.
—Eso lo hacía por pureza. Por no ensuciarse con el pecado. Quería rodearse de inocencia para no manchar su alma.
—Eso creen ustedes porque no las llamó.
—A mi sí me llamó —dijo una a la que le decían Melquiades—. Yo le velé su sueño.
—¿Y qué pasó?
—Nada. Sólo sus milagrosas manos me arroparon en esa hora en que se siente la llegada del frío. Y le di gracias por el calor de su cuerpo; pero nada más.
—Es que estabas vieja. A él le gustaban tiernas; que se les quebraran los guesitos; oír que tronaran como si fueran cáscaras de cacahuate.
—Eres un maldito ateo, Lucas Lucatero. Uno de los peores.
Ahora estaba hablando la Huérfana, la del eterno llorido. La vieja más vieja de todas. Tenía lagrimas en los ojos y le temblaban las manos:
—Yo soy huérfana y él me alivió de mi orfandad, volví a encontrar a mi padre y a mi madre en él. Se pasó la noche acariciándome para que se me bajara mi pena.
Y le escurrían las lágrimas.
—No tienes, pues, por qué llorar —le dije.
—Es que se han muerto mis padres. Y me han dejado sola. Huérfana a esta edad en que es tan dificil encontrar apoyo. La única noche feliz la pasé con el Niño Anacleto, entre sus consoladores brazos. Y ahora tú hablas mal de él.
—Era un santo.
—Un bueno de bondad.
—Esperábamos que tú siguieras su obra. Lo heredaste todo.
—Me heredó un costal de vicios de los mil judas. Una vieja loca. No tan vieja como ustedes; pero bien loca. Lo bueno es que se fue. Yo mismo le abrí la puerta.
—¡Hereje! Inventas puras herejías.
Ya para entonces quedaban solamente dos viejas. Las otras se habían ido yendo una tras otra, poniéndome la cruz y reculando y con la promesa de volver con los exorcismos.
—No me has de negar que el Niño Anacleto era milagroso —dijo la hija de Anastasio —. Eso sí que no me lo has de negar.
—Hacer hijos no es ningún milagro. Ese era su fuerte.
—A mi marido lo curó de la sífilis.
—No sabía que tenías marido. ¿No eres la hija de Anastasio el peluquero? La hija de Tacho es soltera, según yo sé.
—Soy soltera, pero tengo marido. Una cosa es ser señorita y otra cosa es ser soltera. Tú lo sabes. Y yo no soy senorita, pero soy soltera.
—A tus años haciendo eso, Micaela.
—Tuve que hacerlo. Qué me ganaba con vivir de senorita. Soy mujer. Y una nace para dar lo que le dan a una.
—Hablas con las mismas palabras de Anacleto Morones.
—Sí, él me aconsejó que lo hiciera, para que se me quitara lo hepático. Y me junté‚ con alguien. Eso de tener cincuenta anos y ser nueva es un pecado.
—Te lo dijo Anacleto Morones.
—Él me lo dijo, sí. Pero hemos venido a otra cosa; a que vayas con nosotras y certifiques que él fue un santo.
—¿Y por qué no yo?
—Tú no has hecho ningún milagro. El curó a mi marido. A mí me consta. ¿Acaso tú has curado a alguien de la sífilis?
—No, ni la conozco.
—Es algo así como la gangrena. El se puso amoratado y con el cuerpo lleno de sabañones. Ya no dormía. Decía que todo lo veía colorado como si estuviera asomándose a la puerta del infierno. Y luego sentía ardores que lo hacían brincar de dolor. Entonces fuimos a ver al Niño Anacleto y él lo curó. Lo quemó con un carrizo ardiendo y le untó de su saliva en las heridas y, sácatelas, se le acabaron sus males. Dime si eso no fue un milagro.
—Ha de haber tenido sarampión. A mí también me lo curaron con saliva cuando era chiquito.
—Lo que yo decía antes. Eres un condenado ateo.
—Me queda el consuelo de que Anacleto Morones era peor que yo.
—Él te trató como si fueras su hijo. Y todavía te atreves... Mejor no quiero seguir oyéndote. Me voy. ¿Tú te quedas, Pancha?
—Me quedaré otro rato. Haré la última lucha yo sola.


—Oye, Francisca, ora que se fueron todas, te vas a quedar a dormir conmigo, ¿verdad?
—Ni lo mande Dios. ¿Qué pensara la gente? Yo lo que quiero es convencerte.
—Pues vámonos convenciendo los dos. Al cabo qué pierdes. Ya estás revieja, como para que nadie se ocupe de ti, ni te haga el favor.
—Pero luego vienen los dichos de la gente. Luego pensarán mal.
—Qué piensen lo que quieran. Qué más da. De todos modos Pancha te llamas.
—Bueno, me quedaré contigo; pero nomás hasta que amanezca. Y eso si me prometes que llegaremos juntos a Amula, para yo decirles que me pasé la noche ruéguete y ruéguete. Si no, ¿cómo le hago?
—Está bien. Pero antes córtate esos pelos que tienes en los bigotes. Te voy a traer las tijeras.
—Cómo te burlas de mí, Lucas Lucatero. Te pasas la vida mirando mis defectos. Déjame mis bigotes en paz. Así no sospecharán.
—Bueno, como tú quieras.
Cuando oscureció, ella me ayudó a arreglarle la ramada a las gallinas y a juntar otra vez las piedras que yo había desparramado por todo el corral, arrinconándolas en el rincón donde habían estado antes.
Ni se las malició que allí estaba enterrado Anacleto Morones. Ni que se había muerto el mismo día que se fugó de la cárcel y vino aquía reclamarme que le devolviera sus propiedades.
Llegó diciendo:
—Vende todo y dame el dinero porque necesito hacer un viaje al Norte. Te escribiré desde allá y volveremos a hacer negocio los dos juntos.
—¿Por qué no te llevas a tu hija? —le dije yo—. Eso es lo único que me sobra de todo lo que tengo y dices que es tuyo. Hasta a mí me enredaste con tus malas mañas.
—Ustedes se irán después, cuando yo les mande avisar mi paradero. Allá arreglaremos cuentas.
—Sería mucho mejor que las arregláramos de una vez. Para quedar de una vez a mano.
—No estoy para estar jugando ahorita —me dijo—. Dame lo mío. ¿Cuánto dinero tienes guardado?
—Algo tengo, pero no te lo voy a dar. He pasado las de Caín con la sinverguenza de tu hija. Date por bien pagado con que yo la mantenga.
Le entró el coraje. Pateaba el suelo y le urgía irse...
“¡Que descanses en paz, Anacleto Morones!”, dije cuando lo enterré, y a cada vuelta que yo daba al río acarreando piedras para echárselas encima: No te saldras de aquí aunque uses de todas tus tretas.”
Y ahora la Pancha me ayudaba a ponerle otra vez el peso de las piedras, sin sospechar que allí debajo estaba Anacleto y que yo hacía aquello por miedo de que se saliera de su sepultura y viniera de nueva cuenta a darme guerra. Con lo mañoso que era, no dudaba que encontrara el modo de revivir y salirse de allí.
—Echale más piedras, Pancha. Amontónalas en este rincón, no me gusta ver pedregoso mi corral.
Después ella me dijo, ya de madrugada:
—Eres una calamidad, Lucas Lucatero. No eres nada cariñoso. ¿Sabes quién sí era amoroso con una?
—¿Quién?
—El Niño Anacleto. El sí que sabía hacer el amor.

Juan Rulfo
(México, 1918-1986)

lunes, 20 de agosto de 2007

La máscara de la muerte roja

La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.

Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.

Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.

A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.

Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.

Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.

Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.

Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.

Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.

-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!

Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.

Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.

Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.


Edgar Allan Poe

jueves, 2 de agosto de 2007

El Tigre

¡Tigre! ¡Tigre! Quemándote brillantemente
En los bosques de la noche
¿Qué inmortal mano u ojo
Pudo tu temible simetría enmarcar ?

¿En qué distantes profundidades o cielos
Quemó el fuego de tus ojos?
¿Con qué alas osó él lucubrar?
¿Qué de la mano que osó el fuego capturar ?

¿Y qué hombro, y qué arte
Pudo doblegar los tendones de tu corazón?
y cuando tu corazón comenzó a latir,
¿A qué temió la mano? ¿y a qué temieron los pies?

¿Qué Martillo? ¿Qué Cadena?
¿En qué horno estuvo tu cerebro?
¿Qué yunque? ¿Qué terrible influencia
Osa sus mortales terrores tomar?

Cuando las estrellas acometieron sus lanzas
y regaron al cielo con sus lágrimas
¿Sonrió al su obra ver?
¿Aquel que hizo al Cordero te creó a ti?

¡Tigre! ¡Tigre! Quemándote brillantemente
En los bosques de la noche
¿Qué inmortal mano u ojo
Osó enmarcar tu temible simetría?

- William Blake

Tigre

Un tigre ,dos personas.
Un tigre ,una persona .
Un tigre.